TERMINATOR CONOCE A JESUCRISTO


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miércoles, 22 de abril de 2009




Los toltecas
Hace miles de años los toltecas eran conocidos en todo el sur
de México como “mujeres y hombres de conocimiento”. Los
antropólogos han definido a los toltecas como una nación o una
raza, pero de hecho, eran científicos y artistas que formaron una
sociedad para estudiar y conservar el conocimiento espiritual y
las prácticas de sus antepasados. Formaron una comunidad de
maestros (naguales) y estudiantes en Teotihuacán, la ciudad de
las pirámides en las afueras de Ciudad de México, conocida
como el lugar en el que “el hombre se convierte en Dios”.
A lo largo de los milenios los naguales se vieron forzados a
esconder su sabiduría ancestral y a mantener su existencia en
secreto. La conquista europea, unida a un agresivo mal uso del
poder personal por parte de algunos aprendices, hizo necesario
proteger el conocimiento de aquellos que no estaban
preparados para utilizarlo con buen juicio o que hubieran podido
usarlo mal intencionadamente para obtener un beneficio
personal.
Por fortuna, el conocimiento esotérico tolteca fue conservado y
transmitido de una generación a otra por distintos linajes de
naguales. Aunque permaneció oculto en el secreto durante
cientos de años, las antiguas profecías vaticinaban que llegaría
el momento en el que sería necesario devolver la sabiduría a la
gente. Ahora, el doctor Miguel Ruiz, un nagual del linaje de los
Guerreros del Águila, ha sido guiado para divulgar las
poderosas enseñanzas de los toltecas.
El conocimiento tolteca surge de la misma unidad esencial de la
verdad de la que parten todas las tradiciones esotéricas
sagradas del mundo. Aunque no es una religión, respeta a
todos los maestros espirituales que han enseñado en la tierra, y
si bien abarca el espíritu, resulta más preciso describirlo como
una manera de vivir que se distingue por su fácil acceso a la
felicidad y el amor.



Espejo Humeante


Hace tres mil años había un ser humano, igual que tú y que yo,
que vivía cerca de una ciudad rodeada de montañas. Este ser
humano estudiaba para convertirse en un chamán, para
aprender el conocimiento de sus ancestros, pero no estaba
totalmente de acuerdo con todo lo que aprendía. En su corazón
sentía que debía de haber algo más.
Un día, mientras dormía en una cueva, soñó que veía su propio
cuerpo durmiendo. Salió de la cueva a una noche de luna llena.
El cielo estaba despejado y vio una infinidad de estrellas.
Entonces, algo sucedió en su interior que transformó su vida
para siempre. Se miró las manos, sintió su cuerpo y oyó su
propia voz que decía: “Estoy hecho de luz; estoy hecho de
estrellas”.
Miró al cielo de nuevo y se dio cuenta de que no son las
estrellas las que crean la luz, sino que es la luz la que crea las
estrellas. “Todo está hecho de luz –dijo-, y el espacio de en
medio no está vacío” Y supo que todo lo que existe es un ser
viviente, y que la luz es la mensajera de la vida, porque está
viva y contiene toda la información.
Entonces se dio cuenta de que, aunque estaba hecho de
estrellas, él no era esas estrellas. ”Estoy en medio de las
estrellas”, pensó. Así que llamó a las estrellas el tonal y a la luz
que había entre las estrellas el nagual, y supo que lo que
creaba la armonía y el espacio entre ambos es la Vida o Intento.
Sin Vida, el tonal y el nagual no existirían. La Vida es la fuerza
de lo absoluto, lo supremo, la Creadora de todas las cosas.
Esto es lo que descubrió: Todo lo que existe es una
manifestación del ser viviente al que llamamos Dios. Todas las
cosas son Dios. Y llegó a la conclusión de que la percepción
humana es sólo luz que percibe luz. También se dio cuenta de
que la materia es un espejo -todo es un espejo que refleja luz y
crea imágenes de esa luz-, y el mundo de la ilusión, el Sueño,
es tan sólo como un humo que nos impide ver lo que realmente
somos. “Lo que realmente somos es puro amor, pura luz”, dijo.
Este descubrimiento cambió su vida. Una vez supo lo que en
verdad era, miró a su alrededor y vio a otros seres humanos y al
resto de la naturaleza, y le asombró lo que vio. Se vio a sí
mismo en todas las cosas: en cada ser humano, en cada
animal, en cada árbol, en el agua, en la lluvia, en las nubes, en
la tierra... Y vio que la Vida mezclaba el tonal y el nagual de
distintas maneras para crear millones de manifestaciones de
Vida.
En esos instantes lo comprendió todo. Se sentía entusiasmado
y su corazón rebosaba paz. Estaba impaciente por revelar a su
gente lo que había descubierto. Pero no había palabras para
explicarlo. Intentó describirlo a los demás, pero no lo entendían.
Vieron que había cambiado, que algo muy bello irradiaba de sus
ojos y de su voz. Comprobaron que ya no emitía juicios sobre
nada ni nadie. Ya no se parecía a nadie.
Él los comprendía muy bien a todos, pero a él nadie lo
comprendía. Creyeron que era una encarnación de Dios; al
oírlo, él sonrió y dijo: “Es cierto. Soy Dios. Pero vosotros
también lo sois. Todos somos iguales. Somos imágenes de luz.
Somos Dios”. Pero la gente seguía sin entenderlo.
Había descubierto que era un espejo para los demás, un espejo
en el que podía verse a sí mismo. ”Cada uno es un espejo”, dijo.
Se veía en todos, pero nadie se veía a sí mismo en él. Y
comprendió que todos soñaban pero sin tener conciencia de
ello, sin saber lo que realmente eran. No podían verse a ellos
mismos en él porque había un muro de niebla o humo entre los
espejos. Y ese muro de niebla estaba construido por la
interpretación de las imágenes de luz: el Sueño de los seres
humanos.
Entonces supo que pronto olvidaría todo lo que había
aprendido. Quería acordarse de todas las visiones que había
tenido, así que decidió llamarse a sí mismo Espejo Humeante
para recordar siempre que la materia es un espejo y que el
humo que hay en medio es lo que nos impide saber qué somos.
Y dijo: “Soy Espejo Humeante porque me veo en todos
vosotros, pero no nos reconocemos mutuamente por el humo
que hay entre nosotros. Ese humo es el Sueño, y el espejo eres
tú, el soñador”.


Es fácil vivir con los ojos cerrados,
interpretando mal todo lo que se ve...

JOHN LENNON



La domesticación
y el sueño del planeta

Lo que ves y escuchas ahora mismo no es más que un sueño.
En este mismo momento estás soñando. Sueñas con el cerebro
despierto.
Soñar es la función principal de la mente, y la mente sueña
veinticuatro horas al día. Sueña cuando el cerebro está
despierto y también cuando está dormido. La diferencia estriba
en que, cuando el cerebro está despierto, hay un marco material
que nos hace percibir las cosas de una forma lineal. Cuando
dormimos no tenemos ese marco, y el sueño tiende a cambiar
constantemente.
Los seres humanos soñamos todo el tiempo. Antes de que
naciésemos, aquellos que nos precedieron crearon un enorme
sueño externo que llamaremos el sueño de la sociedad o el
suero del planeta. El sueño del planeta es el sueño colectivo
hecho de miles de millones de sueños más pequeños, de
sueños personales que, unidos, crean un sueño de una familia,
un sueño de una comunidad, un sueño de una ciudad, un sueño
de un país, y finalmente, un sueño de toda la humanidad. El
sueño del planeta incluye todas las reglas de la sociedad, sus
creencias, sus leyes, sus religiones, sus diferentes culturas y
mane-ras de ser, sus gobiernos, sus escuelas, sus
acontecimientos sociales y sus celebraciones.
Nacemos con la capacidad de aprender a soñar, y los seres
humanos que nos preceden nos enseñan a soñar de la forma
en que lo hace la sociedad. El sueño externo tiene tantas reglas
que, cuando nace un niño, captamos su atención para introducir
estas reglas en su mente. El sueño externo utiliza a mamá y
papá, la escuela y la religión para enseñarnos a soñar.
La atención es la capacidad que tenemos de discernir y
centrarnos en aquello que queremos percibir. Percibimos
millones de cosas simultáneamente, pero utilizamos nuestra
atención para retener en el primer plano de nuestra mente lo
que nos interesa. Los adultos que nos rodeaban captaron
nuestra atención y, por medio de la repetición, introdujeron
información en nuestra mente. Así es como aprendimos todo lo
que sabemos.
Utilizando nuestra atención aprendimos una realidad completa,
un sueño completo. Aprendimos cómo comportarnos en
sociedad: qué creer y qué no creer; qué es aceptable y qué no
lo es; qué es bueno y qué es malo; qué es bello y qué es feo;
qué es correcto y qué es incorrecto. Ya estaba todo allí. Todo el
conocimiento, todos los conceptos y todas las reglas sobre la
manera de comportarse en el mundo.
Cuando íbamos al colegio, nos sentábamos en una silla
pequeña y prestábamos atención a lo que el maestro nos
enseñaba. Cuando íbamos a la iglesia, prestábamos atención a
lo que el sacerdote o el pastor nos decía. La misma dinámica
funcionaba con mamá y papá, y con nuestros hermanos y
hermanas. Todos intentaban captar nuestra atención. También
aprendimos a captar la atención de otros seres humanos y
desarrollamos una necesidad de atención que siempre acaba
siendo muy competitiva. Los niños compiten por la atención de
sus padres, sus profesores, sus amigos: “Mírame! ¡Mira lo que
hago! ¡Eh, que estoy aquí!”. La necesidad de atención se vuelve
muy fuerte y continúa en la edad adulta.
El sueño externo capta nuestra atención y nos enseña qué
creer, empezando por la lengua que hablamos. El lenguaje es el
código que utilizamos los seres humanos para comprendernos y
comunicarnos. Cada letra, cada palabra de cada lengua, es un
acuerdo. Llamamos a esto una página de un libro; la palabra
página es un acuerdo que comprendemos. Una vez
entendemos el código, nuestra atención queda atrapada y la
energía se transfiere de una persona a otra.
Tú no escogiste tu lengua, ni tu religión ni tus valores morales:
ya estaban ahí antes de que nacieras. Nunca tuvimos la
oportunidad de elegir qué creer y qué no creer. Nunca
escogimos ni el más insignificante de estos acuerdos. Ni
siquiera elegimos nuestro propio nombre.
De niños no tuvimos la oportunidad de escoger nuestras
creencias, pero estuvimos de acuerdo con la información que
otros seres humanos nos transmitieron del sueño del planeta.
La única forma de almacenar información es por acuerdo. El
sueño externo capta nuestra atención, pero si no estamos de
acuerdo, no almacenaremos esa información. Tan pronto como
estamos de acuerdo con algo, nos lo creemos, y a eso lo
llamamos “fe”. Tener fe es creer incondicionalmente.
Así es como aprendimos cuando éramos niños. Los niños creen
todo lo que dicen los adultos. Estábamos de acuerdo con ellos,
y nuestra fe era tan fuerte, que el sistema de creencias que se
nos había transmitido controlaba totalmente el sueño de nuestra
vida. No escogimos estas creencias, y aunque quizá nos
rebelamos contra ellas, no éramos lo bastante fuertes para que
nuestra rebelión triunfase. El resultado es que nos rendimos a
las creencias mediante nuestro acuerdo.
Llamo a este proceso “la domesticación de los seres humanos”.
A través de esta domesticación aprendemos a vivir y a soñar.
En la domesticación humana, la información del sueño externo
se transfiere al sueño interno y crea todo nuestro sistema de
creencias. En primer lugar, al niño se le enseña el nombre de
las cosas: mamá, papá, leche, botella... Día a día, en casa, en
la escuela, en la iglesia y desde la televisión, nos dicen cómo
hemos de vivir, qué tipo de comportamiento es aceptable. El
sueño externo nos enseña cómo ser seres humanos. Tenemos
todo un concepto de lo que es una “mujer” y de lo que es un
“hombre”. Y también aprendemos a juzgar: Nos juzgamos a
nosotros mismos, juzgamos a otras personas, juzgamos a
nuestros vecinos...
Domesticamos a los niños de la misma manera en que
domesticamos a un perro, un gato o cualquier otro animal. Para
enseñar a un perro, lo castigamos y lo recompensamos.
Adiestramos a nuestros niños, a quienes tanto queremos, de la
misma forma en que adiestramos a cualquier animal doméstico:
con un sistema de premios y castigos. Nos decían: “Eres un
niño bueno”, o: “Eres una niña buena”, cuando hacíamos lo que
mamá y papá querían que hiciéramos. Cuando no lo hacíamos,
éramos “una niña mala” o “un niño malo”.
Cuando no acatábamos las reglas, nos castigaban; cuando las
cumplíamos, nos premiaban. Nos castigaban y nos premiaban
muchas veces al día. Pronto empezamos a tener miedo de ser
castigados y también de no recibir la recompense, es decir, la
atención de nuestros padres o de otras personas como
hermanos, profesores y amigos. Con el tiempo desarrollamos la
necesidad de captar la atención de los demás para conseguir
nuestra recompensa.
Cuando recibíamos el premio nos sentíamos bien, y por ello,
continuamos haciendo lo que los demás querían que
hiciéramos. Debido a ese miedo a ser castigados y a no recibir
la recompensa, empezamos a fingir que éramos lo que no
éramos, con el único fin de complacer a los demás, de ser lo
bastante buenos para otras personas. Empezamos a actuar
para intentar complacer a mamá y a papá, a los profesores y a
la iglesia. Fingimos ser lo que no éramos porque nos daba
miedo que nos rechazaran. El miedo a ser rechazados se
convirtió en el miedo a no ser lo bastante buenos. Al final,
acabamos siendo alguien que no éramos. Nos convertimos en
una copia de las creencias de mamá, las creencias de papá, las
creencias de la sociedad y las creencias de la religión.
En el proceso de domesticación, perdimos todas nuestras
tendencias naturales. Y cuando fuimos lo bastante mayores
para que nuestra mente lo comprendiera, aprendimos a decir
que no. El adulto decía: “No hagas esto y no hagas lo otro si”.
Nosotros nos rebelábamos y respondíamos: “iNo!”. Nos
rebelábamos para defender nuestra libertad. Queríamos ser
nosotros mismos, pero éramos muy pequeños y los adultos
eran grandes y fuertes. Después de cierto tiempo, empezamos
a sentir miedo porque sabíamos que cada vez que hiciéramos
algo incorrecto recibiríamos un castigo.
La domesticación es tan poderosa que, en un determinado
momento de nuestra vida, ya no necesitamos que nadie nos
domestique. No necesitamos que mamá o papá, la escuela o la
iglesia nos domestiquen. Estamos tan bien entrenados que
somos nuestro propio domador. Somos un animal
autodomesticado. Ahora nos domesticamos a nosotros mismos
según el sistema de creencias que nos transmitieron y utilizando
el mismo sistema de castigo y recompensa. Nos castigamos a
nosotros mismos cuando no seguimos las reglas de nuestro
sistema de creencias; nos premiamos cuando somos “un niño
bueno”, o “una niña buena”.
Nuestro sistema de creencias es como el Libro de la Ley que
gobierna nuestra mente. No es cuestionable; cualquier cosa que
esté en ese Libro de la Ley es nuestra verdad. Basamos todos
nuestros juicios en él, aun cuando vayan en contra de nuestra
propia naturaleza interior. Durante el proceso de domesticación,
se programaron en nuestra mente incluso leyes morales como
los Diez Mandamientos. Uno a uno, todos esos acuerdos
forman el Libro de la Ley y dirigen nuestro sueño.
Hay algo en nuestra mente que lo juzga todo y a todos, incluso
el clima, el perro, el gato... Todo. El Juez interior utiliza lo que
está en nuestro Libro de la Ley para juzgar todo lo que hacemos
y dejamos de hacer, todo lo que pensamos y no pensamos,
todo lo que sentimos y no sentimos. Cada vez que hacemos
algo que va contra el Libro de la Ley, el Juez dice que somos
culpables, que necesitamos un castigo, que debemos sentirnos
avergonzados. Esto ocurre muchas veces al día, día tras día,
durante todos los años de nuestra vida.
Hay otra parte en nosotros que recibe los juicios, y a esa parte
la llamamos “la Víctima”. La Víctima carga con la culpa, el
reproche y la vergüenza. Es esa parte nuestra que dice: “Pobre
de mí! No soy suficientemente bueno, ni inteligente ni atractivo,
y no merezco ser amado. ¡Pobre de mí”. El gran Juez lo
reconoce y dice: “Sí, no vales lo suficiente”. Y todo esto se
fundamenta en un sistema de creencias en el que jamás
escogimos creer. Y el sistema es tan fuerte que, incluso años
después de haber entrado en contacto con nuevos conceptos y
de intentar tomar nuestras propias decisiones, nos damos
cuenta de que esas creencias todavía controlan nuestra vida.
Cualquier cosa que vaya contra el Libro de la Ley hará que
sintamos una extraña sensación en el plexo solar, una
sensación que se llama miedo. Incumplir las reglas del Libro de
la Ley abre nuestras heridas emocionales, y reaccionamos
creando veneno emocional. Dado que todo lo que está en el
Libro de la Ley tiene que ser verdad, cualquier cosa que ponga
en tela de juicio lo que creemos nos hace sentir inseguros.
Aunque el Libro de la Ley esté equivocado, hace que nos
sintamos seguros.
Por este motivo, necesitamos una gran valentía para desafiar
nuestras propias creencias; porque, aunque sepamos que no
las escogimos, también es cierto que las aceptamos. El acuerdo
es tan fuerte, que incluso cuando sabemos que el concepto es
erróneo, sentimos la culpa, el reproche y la vergüenza que
aparecen cuando actuamos en contra de esas reglas.
De la misma forma que el gobierno tiene un Código de Leyes
que dirige el sueño de la sociedad, nuestro sistema de
creencias es el Libro de la Ley que gobierna nuestro sueño
personal. Todas estas leyes existen en nuestra mente, creemos
en ellas, y nuestro Juez interior lo basa todo en ellas. El Juez
decreta y la Víctima sufre la culpa y el castigo. Pero ¿quién dice
que este sueño sea justo? La verdadera justicia consiste en
pagar sólo una vez por cada error. Lo que es verdaderamente
injusto es pagar varias veces por el mismo error.
¿Cuántas veces pagamos por un mismo error? La respuesta es:
miles de veces. El ser humano es el único animal sobre la tierra
que paga miles de veces por el mismo error. Los demás
animales pagan sólo una vez por cada error. Pero nosotros no.
Tenemos una gran memoria. Cometemos una equivocación,
nos juzgamos a nosotros mismos, nos declaramos culpables y
nos castigamos. Si fuese una cuestión de justicia, con eso
bastaría; no necesitamos repetirlo. Pero cada vez que lo
recordamos, nos juzgamos de nuevo, volvemos a considerarnos
cul-pables y nos volvemos a castigar, una y otra vez, y otra, y
otra más. Si estamos casados, también nuestra mujer o nuestro
marido nos recuerda el error, y así volvemos a juzgarnos de
nuevo, nos castigamos otra vez y nos volvemos a sentir
culpables. ¿Acaso es esto justo?
¿Cuántas veces hacemos que nuestra pareja, nuestros hijos o
nuestros padres paguen por el mismo error? Cada vez que
recordamos el error, los culpamos de nuevo y les enviamos todo
el veneno emocional que sentimos frente a la injusticia,
hacemos que vuelvan a pagar por ello. ¿Eso es justicia? El Juez
de la mente está equivocado porque el sistema de creencias, el
Libro de la Ley, es erróneo. Todo el sueño se fundamenta en
una ley falsa. El 95 por ciento de las creencias que hemos
almacenado en nuestra mente no son más que mentiras, y si
sufrimos es porque creemos en todas ellas.
En el sueño del planeta, a los seres humanos les resulta normal
sufrir, vivir con miedo y crear dramas emocionales. El sueño
externo no es un sueño placentero; es un sueño lleno de
violencia, de miedo, de guerra, de injusticia. El sueño personal
de los seres humanos varía, pero en conjunto es una pesadilla.
Si observamos la sociedad humana, comprobamos que es un
lugar en el que resulta muy difícil vivir, porque está gobernado
por el miedo. En el mundo entero, vemos sufrimiento, cólera,
venganza, adicciones, violencia en las calles y una tremenda
injusticia. Esto existe en diferentes niveles en los distintos
países del mundo, pero el miedo controla el sueño externo.
Si comparamos el sueño de la sociedad humana con la
descripción del infierno que las distintas religiones de todo el
mundo han divulgado, descubrimos que son exactamente
iguales. Las religiones dicen que el infierno es un lugar de
castigo, de miedo, de dolor y de sufrimiento, un lugar donde el
fuego te quema. Cada vez que sentimos emociones como la
cólera, los celos, la envidia o el odio, experimentamos un fuego
que arde en nuestro interior. Vivimos en el sueño del infierno.
Si consideramos que el infierno es un estado de ánimo,
entonces nos rodea por todas partes. Tal vez otras personas
nos adviertan que si no hacemos lo que ellas dicen que
deberíamos hacer, iremos al infierno. Pero ya estamos en el
infierno, incluso la gente que nos dice eso. Ningún ser humano
puede condenar a otro al infierno, porque ya estamos en él. Es
cierto que los demás pueden llevarnos a un infierno todavía más
profundo, pero únicamente si nosotros se lo permitimos.
Cada ser humano, hombre o mujer, tiene su sueño personal,
que, al igual que ocurre con el sueño de la sociedad, a menudo
está dirigido por el miedo. Aprendemos a soñar el infierno en
nuestra propia vida, en nuestro sueño personal. El mismo miedo
se manifiesta de distintas maneras en cada persona, por
supuesto, pero todos sentimos cólera, celos, odio, envidia y
otras emociones negativas. Nuestro sueño personal también
puede convertirse en una pesadilla permanente en la que
sufrimos y vivimos en un estado de miedo constante. Sin
embargo, no es necesario que nuestro sueño sea una pesadilla.
Podemos disfrutar de un sueño agradable.
Toda la humanidad busca la verdad, la justicia y la belleza.
Estamos inmersos en una búsqueda eterna de la verdad porque
sólo creemos en las mentiras que hemos almacenado en
nuestra mente. Buscamos la justicia porque en el sistema de
creencias que tenemos no existe. Buscamos la belleza porque,
por muy bella que sea una persona, no creemos que lo sea.
Seguimos buscando y buscando cuando todo está ya en
nosotros. No hay ninguna verdad que encontrar. Dondequiera
que miremos, todo lo que vemos es la verdad, pero debido a los
acuerdos y las creencias que hemos almacenado en nuestra
mente, no tenemos ojos para verla.
No vemos la verdad porque estamos ciegos. Lo que nos ciega
son todas esas falsas creencias que tenemos en la mente.
Necesitamos sentir que tenemos razón y que los demás están
equivocados. Confiamos en lo que creemos, y nuestras
creencias nos invitan a sufrir. Es como si viviésemos en medio
de una bruma que nos impide ver más allá de nuestras propias
narices. Vivimos en una bruma que ni tan siquiera es real. Es un
sueño, nuestro sueño personal de la vida: lo que creemos,
todos los conceptos que tenemos sobre lo que somos, todos los
acuerdos a los que hemos llegado con los demás, con nosotros
mismos e incluso con Dios.
Toda nuestra mente es una bruma que los toltecas llamaron
mitote. Nuestra mente es un sueño en el que miles de personas
hablan a la vez y nadie comprende a nadie. Esta es la condición
de la mente humana: un gran mitote, y así es imposible ver lo
que realmente somos. En la India lo llaman maya, que significa
“ilusión”. Es nuestro concepto de “Yo soy”. Todo lo que creemos
sobre nosotros mismos y el mundo, todos los conceptos y
programas que tenemos en la mente, todo eso es el mitote. Nos
resulta imposible ver quiénes somos verdaderamente; nos
resulta imposible ver que no somos libres.
Esta es la razón por la cual los seres humanos nos resistimos a
la vida. Estar vivos es nuestro mayor miedo. No es la muerte;
nuestro mayor miedo es arriesgarnos a vivir: correr el riesgo de
estar vivos y de expresar lo que realmente somos. Hemos
aprendido a vivir intentando satisfacer las exigencias de otras
personas. Hemos aprendido a vivir según los puntos de vista de
los demás por miedo a no ser aceptados y de no ser lo
suficientemente buenos para otras personas.
Durante el proceso de domesticación, nos formamos una
imagen mental de la perfección con el fin de tratar de ser lo
suficientemente buenos. Creamos una imagen de cómo
deberíamos ser para que los demás nos aceptaran. Intentamos
complacer especialmente a las personas que nos aman, como
papá y mamá, nuestros hermanos y hermanas mayores, los
sacerdotes y los profesores. Al tratar de ser lo suficientemente
buenos para ellos, creamos una imagen de perfección, pero no
encajamos en ella. Creamos esa imagen, pero no es una
imagen real. Bajo ese punto de vista, nunca seremos perfectos.
¡Nunca!
Como no somos perfectos, nos rechazamos a nosotros mismos.
El grado de rechazo depende de lo efectivos que hayan sido los
adultos para romper nuestra integridad. Tras la domesticación,
ya no se trata de que seamos lo suficientemente buenos para
los demás. No somos lo bastante buenos para nosotros mismos
porque no encajamos en nuestra propia imagen de perfección.
Nos resulta imposible perdonarnos por no ser lo que
desearíamos ser, o mejor dicho, por no ser quien creemos que
deberíamos ser. No podemos perdonarnos por no ser perfectos.
Sabemos que no somos lo que creemos que deberíamos ser,
de modo que nos sentimos falsos, frustrados y deshonestos.
Intentamos ocultarnos y fingimos ser lo que no somos. El
resultado es un sentimiento de falta de autenticidad y una
necesidad de utilizar máscaras sociales para evitar que los
demás se den cuenta. Nos da mucho miedo que alguien
descubra que no somos lo que pretendemos ser. También
juzgamos a los demás según nuestra propia imagen de la
perfección, y naturalmente no alcanzan nuestras expectativas.
Nos deshonramos a nosotros mismos sólo para complacer a
otras personas. Incluso llegamos a dañar nuestro cuerpo para
que los demás nos acepten. Vemos a adolescentes que se
drogan con el único fin de no ser rechazados por otros
adolescentes. No son conscientes de que el problema estriba
en que no se aceptan a sí mismos. Se rechazan porque no son
lo que pretenden ser. Desean ser de una manera determinada,
pero no lo son, y esto hace que se sientan culpables y
avergonzados. Los seres humanos nos castigamos a nosotros
mismos sin cesar por no ser como creemos que deberíamos
ser. Nos maltratamos a nosotros mismos y utilizamos a otras
personas para que nos maltraten.
Pero nadie nos maltrata más que nosotros mismos; el Juez, la
Víctima y el sistema de creencias son los que nos llevan a
hacerlo. Es cierto que algunas personas dicen que su marido o
su mujer, su madre o su padre las maltrató, pero sabemos que
nosotros nos maltratamos todavía más. Nuestra manera de
juzgarnos es la peor que existe. Si cometemos un error delante
de los demás, intentamos negarlo y taparlo; pero tan pronto
como estamos solos, el Juez se vuelve tan tenaz y el reproche
es tan fuerte, que nos sentimos realmente estúpidos, inútiles o
indignos.
Nadie, en toda tu vida, te ha maltratado más que tu mismo. El
límite del maltrato que tolerarás de otra persona es exactamente
el mismo al que te sometes tú. Si alguien llega a maltratarte un
poco más, lo más probable es que te alejes de esa persona. Sin
embargo, si alguien te maltrata un poco menos de lo que sueles
maltratarte tú, seguramente continuarás con esa relación y la
tolerarás siempre.
Si te castigas de forma exagerada, es posible que incluso
llegues a tolerar a alguien que te agrede físicamente, te humilla
y te trata como si fueras basura. ¿Por qué? Porque, de acuerdo
con tu sistema de creencias, dices: “Me lo merezco. Esta
persona me hace un favor al estar conmigo. No soy digno de
amor ni de respeto. No soy suficientemente bueno”.
Necesitamos que los demás nos acepten y nos amen, pero nos
resulta imposible aceptarnos y amarnos a nosotros mismos.
Cuanta más autoestima tenemos, menos nos maltratamos. El
abuso de uno mismo nace del autorrechazo, y éste de la
imagen que tenemos de lo que significa ser perfecto y de la
imposibilidad de alcanzar ese ideal. Nuestra imagen de
perfección es la razón por la cual nos rechazamos; es el motivo
por el cual no nos aceptamos a nosotros mismos tal como
somos y no aceptamos a los demás tal como son.
El preludio de un nuevo sueño
Has establecido millares de acuerdos contigo mismo, con otras
personas, con el sueño que es tu vida, con Dios, con la
sociedad, con tus padres, con tu pareja, con tus hijos; pero los
acuerdos más importantes son los que has hecho contigo
mismo. En esos acuerdos te has dicho quién eres, qué sientes,
qué crees y cómo debes comportarte. El resultado es lo que
llamas tu personalidad. En esos acuerdos dices: “Esto es lo que
soy. Esto es lo que creo. Soy capaz de hacer ciertas cosas y
hay otras que no puedo hacer. Esto es real y lo otro es fantasía;
esto es posible y aquello es imposible”.
Un solo acuerdo no sería un gran problema, pero tenemos
muchos acuerdos que nos hacen sufrir, que nos hacen fracasar
en la vida. Si quieres vivir con alegría y satisfacción, debes
hallar la valentía necesaria para romper esos acuerdos que se
basan en el miedo y reclamar tu poder personal. Los acuerdos
que surgen del miedo requieren un gran gasto de energía, pero
los que surgen del amor nos ayudan a conservar nuestra
energía e incluso a aumentarla.
Todos nacemos con una determinada cantidad de poder
personal que se renueva cada día con el descanso.
Desgraciadamente, gastamos todo nuestro poder personal
primero en crear esos acuerdos, y después en mantenerlos. Los
acuerdos a los que hemos llegado consumen nuestro poder
personal, y el resultado es que nos sentimos impotentes. Sólo
nos queda el poder justo para sobrevivir cada día, porque
utilizamos la mayor parte de él en mantener los acuerdos que
nos atrapan en el sueño del planeta. ¿Cómo podemos cambiar
todo el sueño de nuestra vida cuando ni siquiera tenemos poder
para cambiar hasta el acuerdo más insignificante?
Si somos capaces de reconocer que nuestra vida está
gobernada por nuestros acuerdos y el sueño de nuestra vida no
nos gusta, necesitamos cambiar los acuerdos. Cuando
finalmente estemos dispuestos a cambiarlos, habrá cuatro
acuerdos muy poderosos que nos ayudarán a romper aquellos
otros que surgen del miedo y agotan nuestra energía.
Cada vez que rompes un acuerdo, todo el poder que utilizaste
para crearlo vuelve a ti. Si los adoptas, estos cuatro acuerdos
crearán el poder personal necesario para que cambies todo tu
antiguo sistema de acuerdos.
Necesitas una gran voluntad para adoptar los Cuatro Acuerdos,
pero si eres capaz de empezar a vivir con ellos, tu vida se
transformará de una manera asombrosa. Verás cómo el drama
del infierno desaparece delante de tus mismos ojos. En lugar de
vivir en el sueño del infierno, crearás un nuevo sueño: tu sueño
personal del cielo.

SATANAS O DIOS?